domingo, diciembre 16, 2007

Cita a Ciegas!



Esto de las citas a ciegas puede resultar un desastre!!! Aquí les dejo el relato de una chica que fue a una de esas horrorosas torturas (una de sus amigas había decidido, arbitrariamente por cierto, concertarle una con un tipo que había publicado un anuncio en el periodico)

Lean y aprendan.



“… Entramos en el enorme restaurante, y un camarero puertorriqueño nos acompañó a una mesa junto a una ventana.
Me senté.
Chuck se sentó enfrente de mí.
Nos sonreímos con torpeza.
Los dos quisimos decir algo a la vez. Entonces los dos nos callamos, y ninguno dijo nada. Luego, al unísono, dijimos: «Di, di»; reímos y volvimos a decir al unísono: «No, di tú primero.»
Fue gracioso, y ayudó a romper el hielo.
—Por favor —dije tomando las riendas de la situación, temiendo que aquello se prolongara toda la noche—. Di tu primero, de verdad. Insisto.
—De acuerdo. —Chuck sonrió—. Iba a decir que tienes unos ojos muy bonitos.
—Gracias. —Le devolví la sonrisa, y me ruboricé.
—Me encantan los ojos castaños —añadió Chuck.
—A mí también —confesé. De momento todo iba bien. Al menos teníamos un par de cosas en común.
—Mi mujer tiene los ojos castaños —agregó.
¿Cómo?
—¿Tu mujer? —pregunté con un hilo de voz.
—Bueno, ex mujer —corrigió—. Ahora estamos divorciados, pero no me acostumbro.
¿Qué se suponía que tenía que responder yo a aquello? Yo no sabía que Chuck había estado casado. Pero no tenía importancia, me dije: todo el mundo tiene un pasado, y de todos modos, Chuck nunca me había dicho que no hubiera estado casado.
—Ya lo he superado —dijo.
—Bueno… estupendo —dije, como dándole ánimos.
—Le deseo lo mejor.
—Me alegro —dije sinceramente.
Hubo una breve pausa.
—No le guardo rencor —dijo Chuck, y se quedó mirando el mantel con gesto amargado.
Otra breve pausa.
—Meg —dijo.
—¿Cómo dices?
—Meg —repitió Chuck—. Se llama Meg. Bueno, en realidad se llama Margaret, pero yo siempre la llamaba Meg. Era un apodo cariñoso.
—Es muy bonito.
—Sí —repuso Chuck esbozando una sonrisa enigmática—. Sí, lo era.
Hubo otro silencio, un poco más tenso.
Noté que algo se caía, y tardé en darme cuenta de que se trataba de mi alma. Era mi alma cayendo en picado a mis pies, en un viaje sin escalas y sin retorno.
Pero quizá estuviera siendo demasiado pesimista.
A lo mejor podíamos ayudarnos mutuamente a recuperar la ilusión. A lo mejor lo único que Chuck necesitaba era una mujer que lo amara de verdad. A lo mejor lo único que yo necesitaba era que Chuck Thaddeus Mullerbraun, de no sé dónde, me amara de verdad.
La camarera vino a tomarnos la comanda de bebidas.
—Un vaso de agua del grifo —dijo Chuck arrellanándose en la silla y dándose unas palmaditas en la barriga. Tuve la espantosa sospecha de que llevaba una camisa de nailon.
¿Qué significaba aquello de agua del grifo? ¿Acaso bebía agua del grifo? ¿Tenía una pulsión de muerte?
La camarera lo miró con desprecio. Sabía reconocer a un agarrado.
No pretendería que yo también bebiera agua del grifo, ¿verdad? Bueno, lo sentía mucho, pero Chuck podía irse al cuerno, porque yo pensaba tomarme algo. Algo decente.
Hay que definirse desde el principio.
—Un Bacardi con coca cola light —dije, intentando que mi petición sonara razonable.
La camarera se marchó y Chuck se inclinó sobre la mesa.
—No sabía que bebías alcohol —comentó.
A lo mejor resultaba que no podíamos ayudarnos mutuamente a recuperar la ilusión. Lo dijo con tanto asco y reprobación que fue como si hubiese dicho que no sabía que me gustaba acostarme con niños pequeños.
—Sí —dije con tono ligeramente desafiante—. ¿Por qué no? Me gusta tomarme una copa de vez en cuando.
—De acuerdo —dijo—. De acuerdo. No me importa, de verdad.
—¿Tú no bebes?
—Sí, claro que bebo.
Menos mal.
—Bebo agua —continuó—. Y refrescos. Es lo único que necesito beber. No hay nada mejor para la sed que un buen vaso de agua helada. Yo no necesito alcohol.
Me preparé para lo que se avecinaba. Si me dice que no necesita estimulantes para disfrutar de la vida, me largo, me prometí.
Pero no, no fueron por ahí los tiros.
Y seguimos conversando.
—¿Y tu mujer? Quiero decir, tu ex mujer Meg. ¿Tampoco bebe? —pregunté—. Alcohol —añadí apresuradamente, antes de que volviera a ponerse semántico.
—Jamás tocó el alcohol —declaró Chuck—. Jamás lo necesitó.
_Bueno, yo tampoco lo necesito —repuse, al tiempo que me preguntaba por qué demonios intentaba defenderme.
—Oye —dijo mirándome fijamente—. Lo que tienes que preguntarte es: ¿a quién estoy intentando convencer? ¿A él, o a mí misma?
Bueno, ahora que lo tenía enfrente, mira, no estaba tan bronceado.
Nos trajeron las bebidas. Un vaso de agua para Chuck y mi Bacardi con coca cola light.
—¿Ya saben lo que van a tomar? —preguntó la camarera.
—Pero si acabamos de llegar —protestó Chuck con malos modos.
La mujer se marchó. Me habría gustado ir tras ella y disculparme, pero Chuck me retuvo con lo que podríamos llamar conversación.
—¿Has estado casada alguna vez, Lindy? —me preguntó.
—Lucy —le corregí.
—¿Cómo dices?—Lucy —repetí—. Me llamo Lucy.
Me miró extrañado.
—No me llamo Lindy —me expliqué.
—Ah, ya —dijo él, y soltó una risotada—. Perdóname, perdóname. Ya te entiendo. Sí, claro. Lucy.
Volvió a reír a carcajadas.
Y tardó un buen rato en parar.
Sacudía la cabeza y decía: «¡Lindy! ¡Ostras! ¿Qué te parece», y «Ja, ja, ja. ¡Lindy! ¿Te imaginas?».
Entonces, con un acento de sureño reaccionario de la clase baja rural, dijo algo como «¡Átame al cerdo y úntame de melaza!» Al menos, eso fue lo que a mí me pareció oír.
Y aquella cara que me había parecido tan sólida, de pronto se quedó inmóvil, perfectamente rígida.
Yo seguí allí sentada, con una sonrisa forzada en los labios, esperando a que Chuck se tranquilizara, y entonces dije:
—Respondiendo a tu pregunta, Brad, no, nunca he estado casada.
—Oye, oye —dijo él con expresión de enojo—. Me llamo Chuck. ¿Quién es ese Brad?
—Era una broma —me apresuré a aclarar—. Es que tú… tú me has llamado Lindy. Por eso yo te he llamado Brad.
—Vale, muy bien. —Me miró como si estuviera completamente chiflada.
Ahora su cara era como una proyección de diapositivas: una sucesión de imágenes estáticas, con pequeños espacios en blanco entre una y otra, durante los cuales Chuck eliminaba una emoción y esperaba a que apareciera otra nueva.
—Oye, guapa, ¿tienes algún problema psicológico? —me preguntó—. Porque ahora mismo no hay espacio en mi vida para chicas con problemas psicológicos.
Tuve que contenerme para no preguntarle cuándo creía él que habría espacio en su vida para chicas con problemas psicológicos, pero me costó.
—Sólo era una broma —dije intentando sonar agradable. Pensé que lo mejor que podía hacer era calmarlo, porque aquel cambio repentino de humor me había alarmado un poco.
Seguro que Chuck pertenecía a algún club de tiro. Había algo raro en su mirada, algo de maníaco, en lo que no me había fijado en un primer momento. Y también había algo raro en su pelo… ¿qué era?
Chuck me miró a los ojos y asintió lentamente con la cabeza (mientras su cabeza se movía, su cabello permanecía inmóvil), y dijo:
—Ahora lo entiendo. Eso es humor, ¿no?
Esbozó una sonrisa, mostrando toda la dentadura, para que yo supiera que valoraba mi sentido del humor.
Era evidente que se lo había secado con secador y cepillo, pero además…
—Intentabas resultar graciosa, ¿no? Ya, ya.
Llevaba un montón de laca, eso seguro…
—Me gusta, me gusta. De verdad. Tienes sentido del humor, ¿no?
¿No sería peluquín?
—Mmmm —murmuró. No me atrevía a abrir la boca por si le vomitaba encima, en aquellos ridículos vaqueros.
Aunque más bien parecía un casco, rígido y pegajoso…
Chuck cogió un panecillo y se lo metió entero en la boca; se puso a masticar y masticar como una vaca rumiando. Era asqueroso.
Y entonces hizo una cosa que me dejó estupefacta: se tiró un pedo. Pero un pedo escandalosamente largo y sonoro, y Chuck ni siquiera se disculpó.
Cuando yo todavía no me había recuperado de la impresión, la pobre camarera vino por la comanda, aunque yo estaba convencida de que vomitaría si me veía obligada a ingerir algún alimento. En cambio, el apetito de Chuck estaba intacto.
Pidió el bistec más grande que había en la carta, y lo pidió poco hecho.
—¿Por qué no pides que te traigan la vaca entera? —sugerí.
Yo no tenía nada en contra de la gente que comía carne roja, pero tenía tantas ganas de ser desagradable con él que no desaproveché aquella ocasión.
Desgraciadamente, Chuck se limitó a reír.
Qué lástima. Qué forma de malgastar los comentarios desagradables.
Entonces Chuck decidió que ya iba siendo hora de que nos conociéramos mejor, de que compartiéramos nuestras experiencias vitales.
—¿Has estado en el Caribe? —me preguntó. Y, sin esperar respuesta, se puso a describir las arenas blancas, a los simpáticos nativos, las fabulosas tiendas libres de impuestos, la maravillosa gastronomía, los fantásticos precios que él podía conseguir porque su cuñado trabajaba en una agencia de viajes…
—Bueno, ahora, técnicamente, ya no es tu cuñado, porque te has divorciado de Meg, ¿no? —le interrumpí, pero Chuck no me hizo ni caso. Tenía toda su atención concentrada en él mismo.
La descripción lírica era interminable. La hermosa cabaña en que se había hospedado, la fosforescencia de los peces tropicales… Me armé de paciencia, hasta que no pude soportarlo más. Interrumpí bruscamente una descripción de las limpias, transparentes y azules aguas por las que Chuck había navegado en un barco con el fondo de cristal.
—A ver si lo adivino —dije con sarcasmo—. Segura que ese viaje lo hiciste con Meg.
Chuck me miró, y la sospecha se dibujó en su inmóvil rostro.
Entonces esbocé una sonrisa deslumbrante, con ánimo de confundirlo.
—Oye, ¿cómo lo has adivinado? —me preguntó.
Me puse la mano debajo del trasero para no pegarle un puñetazo.
—Mira, intuición femenina, supongo —dije con una risita tonta. Estaba a punto de vomitar. Y hablando de dientes, ¿qué les pasaba a sus dientes? ¿Acaso llevaba un protector de dentadura?
—Así que te gustaría tener una relación conmigo, ¿no, Lisa?
—Pues… —¿Cómo podía decirle yo, sin ofenderlo, que prefería tener una relación con un leproso? Sin ofender al leproso, claro.
—Porque tengo que advertirte —dijo sonriendo —que soy un tipo bastante difícil de contentar.
¿Dónde estaba mi cena?
Ya no me importaba.
—Pero tienes cierto encanto.
—Gracias —murmuré—. No hace falta que te molestes.
—Sí. En una escala del uno al diez te daría… a ver, sí, creo que un siete. Bueno, digamos un seis y medio. Tengo que deducirte medio tanto por ciento por haber bebido alcohol en nuestra primera cita.
—Querrás decir que tienes que deducirme medio punto, y no medio tanto por ciento. Y ¿qué diferencia hay entre beber alcohol en la primera cita y hacerlo en las posteriores? —pregunté.
Me miró frunciendo el entrecejo.
—Tú tienes mucha labia. Haces muchas preguntas, ¿lo sabías?
—No, Chuck, te lo pregunto en serio. Me interesa saber por qué he perdido medio punto.
—De acuerdo, te lo contaré. Claro que te lo contaré. ¿Te das cuenta del mensaje que transmites bebiendo alcohol en la primera cita, Lisa? ¿Te das cuenta de la definición que haces de ti misma?
Lo miré perpleja.
—No —contesté—. Pero elucídamelo, te lo ruego.
—¿Cómo dices?
—Que me lo elu… Bueno, que me lo expliques.
—Fácil —dijo Chuck—. Transmites el mensaje de que eres fácil. De que estás disponible.
—No me digas. —Pero qué tío tan asqueroso.
—No hay ningún hombre que respete a una mujer borracha —sentenció, mirándonos primero mi Bacardi y luego a mí con los ojos entrecerrados.
Aquello tenía que ser una broma, algún montaje raro. Era la única explicación que se me ocurría. Miré alrededor, imaginando que vería a Daniel sentado a una mesa, y a un cámara de Objetivo indiscreto acercándose a mí.
Pero no vi a nadie.
Dios mío, suspiré, cuándo se acabará esto. Qué manera de perder el tiempo. Sobre todo un viernes por la noche, cuando daban programas tan buenos por la televisión.
«Mira, no tienes por qué aguantarlo más», susurró una vocecita rebelde dentro de mi cabeza.
«Claro que sí», replicó una vocecita responsable.
«Que no, de verdad», insistió la primera voz.
«Pero… es que… yo accedí a quedar con él, y por lo tanto tengo que aguantar un tiempo determinado. No puedo marcharme ahora. Eso no sería de buena educación», protestó mi yo responsable.
«¿De buena educación? —dijo la vocecita rebelde, indignada—. ¿De buena educación, dices? ¿Acaso es él bien educado? Estoy segura que los americanos que destrozaron Hiroshima eran más educados que él.»
«Sí, pero yo casi nunca salgo con hombres, y a caballo regalado…», explicó mi yo responsable.
«No puedo creer lo que estás diciendo —dijo mi yo rebelde, sinceramente sorprendido—. ¿Tan baja es la opinión que tienes de ti misma que prefieres estar con un hombre como éste a estar sola?»
«Es que me siento muy sola», dijo la vocecita responsable.
«Querrás decir que estás desesperada», me espetó la vocecita rebelde.
«Hombre, visto así…», dijo mi yo responsable a regañadientes, reacia a despreciar a un hombre, por repugnante que fuera.
«Pues claro que lo veo así», dijo mi yo rebelde sin vacilar.
«Bueno, en ese caso, supongo que puedo hacer ver que me encuentro mal —dijo mi yo responsable—. Puedo fingir que me rompo una pierna o que sufro un ataque de apendicitis, o algo así.»
«De eso nada —dijo mi yo rebelde—. ¿Para qué le vas a hacer ese favor? Si piensas irte, vete como Dios manda. Que se entere de lo desagradable que es, de lo detestable que lo encuentras. Tienes que hacerte valer.»
«No, no puedo…», protestó mi yo responsable.
La vocecita rebelde guardaba silencio.
«O sí puedo?»
«Claro que puedes», dijo mi vocecita rebelde con cariño.
«Pero, pero… ¿qué tengo que hacer?», preguntó mi yo responsable, angustiada.
«Ya se te ocurrirá algo. Y permíteme que te recuerde que si te marchas ahora llegarás a casa a tiempo para ver Rab C Nesbitt», añadió mi vocecita rebelde.
Chuck seguía con su perorata.
—Hoy he ido en metro y te aseguro, Lizzie, puedes creerme, que era el único tío blanco de todo el tren…
¡Basta! Ya no aguantaba más.
«Es que me da miedo —reconoció mi yo responsable—. ¿Y si me persigue y me tortura y me mata? Seamos sinceros: parece de ésos.»
«No temas —dijo la vocecita rebelde—. No sabe dónde vives, ni siquiera tiene tu número de teléfono. Lo único que tiene es un apartado de correos. ¡Adelante! No tienes nada que temer.»
Me levanté, con una vertiginosa sensación de poder, y cogí el bolso y el abrigo.
—Perdona. —Esbocé una dulce sonrisa, interrum¬piendo a Chuck, que hablaba de que debería haber controles de emigración más estrictos y de que sólo los blancos deberían tener derecho a voto—. Voy un momento al lavabo.
—¿Tienes que llevarte el abrigo al lavabo? —me preguntó.
—Sí, Chuck —dije.
—Ya.
¡Gilipollas!
Me alejé. Me temblaban las piernas. Tenía miedo, pero también estaba contenta.
Nuestra camarera estaba limpiando una mesa; pasé por su lado, y tenía tanta adrenalina en la sangre que casi no podía hablar.
—Perdone —dije, aturullada, como si me hubiera crecido la lengua y no me cupiera en la boca—. Estoy en aquella mesa junto a la ventana, y el caballero quiere que le lleven una botella del champán más caro que tengan, por favor.
—Por supuesto —dijo la mujer.
—Gracias. —Sonreí y seguí mi camino.
En cuanto llegara a casa, llamaría al restaurante para asegurarme de que no habían despedido a ningún empleado.
Llegué al lavabo, vacilé un instante, y seguí caminando. Aquello era como un sueño. Hasta que no salí por la puerta del restaurante y me planté en la calle, no me creí lo que acababa de hacer, que me había marchado.
Mi plan original era salir del restaurante y marcharme a casa, dejando que el tiempo fuera el que le indicara a Chuck que yo no iba a volver. Pero eso habría sido hacerle una trastada. Se le habría enfriado la comida mientras me esperaba en vano.
Eso, suponiendo que aquel repugnante individuo fuera lo bastante educado como para esperar a que yo volviera a la mesa antes de ponerse a comer su animal casi crudo.
Con todo, decidí darle el beneficio de la duda.
Me puse el abrigo, y pese a ser un viernes por la noche frío y lluvioso, encontré un taxi enseguida.
Los dioses me sonreían. Aquélla era la clase de señal que yo necesitaba para pensar que había hecho lo correcto.
—Ladbroke Grove —le dije, emocionada, al taxista—. Pero antes ¿podría hacerme un favor?
—Depende —contestó el taxista, desconfiado. Los taxistas de Londres son así.
—Acabo de despedirme de mi novio. Se va a vivir fuera, y ahora está sentado junto a la ventana en ese restaurante. ¿Le importaría acercarse despacito a la ventana hasta que él me vea, para que pueda decirle adiós por última vez?
Al taxista le conmovió mi petición.
—¡Como Frank Sinatra y Ava Gardner! Y yo que creía que ya no había romanticismo en el mundo —dijo con voz quebrada—. Eso está hecho. Enséñeme quién es.
—Aquel moreno y guapo de ahí —dije, señalando a Chuck, que estaba mirándose en la hoja de su cuchillo mientras esperaba a que yo regresara del lavabo.
El taxista avanzó hasta situarse a la altura de la mesa de Chuck, y yo bajé la ventanilla.
—Encenderé la luz para que su novio pueda verla mejor —dijo el taxista.
—Gracias.
Chuck giraba el cuchillo para captar su reflejo desde distintos ángulos.
—Qué presumido —comentó el taxista.
—Sí, un poco.
—¿Seguro que es ése? —preguntó el taxista.
—Seguro.
Chuck empezaba a enfadarse. Era evidente que yo ya llevaba más tiempo en el lavabo del que Meg solía emplear, y eso no le gustaba.
—¿Quiere que toque la bocina? —preguntó mi fiel taxista.
—Sí, ¿por qué no?
El taxista lo hizo y Chuck miró hacia la calle. Asomé la cabeza por la ventanilla y agité una mano.
Chuck sonrió al reconocerme, y levantó una mano.
Pero entonces la confusión empezó a apoderarse de su cara de estúpido, cuando se dio cuenta de que aquella mujer a la que estaba saludando con la mano era la mujer con la que había salido aquella noche, la mujer con la que se suponía que estaba cenando, la mujer cu¬yos langostinos rebozados estaban siendo colocados, en ese preciso instante, ante su silla vacía; y que aquella mujer estaba sentada en un taxi que se disponía a abandonar el escenario. Chuck interrumpió bruscamente su saludo. Frunció la anaranjada frente. No entendía nada. Aquella situación no tenía sentido.
Y entonces lo comprendió.
La cara que puso fue comiquísima. Cuando se dio cuenta de que yo no estaba en el lavabo, sino que me estaba pirando en un taxi, se quedó de piedra. La expresión de incredulidad, rabia y furia de su bronceada, petulante y asquerosa cara compensaba con creces el mal rato que yo había pasado aquella noche. Chuck se levantó de la silla y soltó el cuchillo en el que se había estado contemplando.
Yo no podía parar de reír.
—¿Pero qué…? —articuló Chuck, furioso, mirando por la ventana.
—¡Que te den por culo! —articulé yo. Entonces saqué una mano por la ventanilla, con el dedo corazón apuntando hacia arriba, por si Chuck no me había leído los labios. Él se quedó mirándome, furioso e impotente.
—Vámonos —ordené al taxista.
El taxista pisó el acelerador en el preciso instante en que dos camareras se acercaban a la mesa de Chuck, una con un cubo de hielo y una servilleta blanca, y la otra con una botella de champán”.

Extracto del libro: Lucy Sullivan se Casa de Marian Keyes.

Canción del Momento: She Hates Me de Puddle of Mudd. Me da risa la letra, lo confieso :)

... She fucking hates me
trust
she fucking hates me
la la la love
I tried too hard
and she tore my feelings like I had none
and ripped them away...

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